“Sois la alegría, es la alegría de lo inesperado, de lo no previsto, ni por parte de las autoridades y gobiernos, ni por parte de los partidos de cualquier color, verdaderamente imprevisto..................................................................”(1)
1.
Seguramente, al contemplar esta imagen de la artista egipcia Mona Hatoum y después de cierta sorpresa por su contenido, sabemos que estamos ante uno de los rostros de lo inesperado: andar descalzo arrastrando los propios zapatos no parece una situación razonable ni ventajosa a no ser que se quiera trascender su significado literal para abrir la puerta a otros significados que, abandonando la descripción conocida del mundo, se deslizan metafóricamente por el imaginario en busca de otros maneras de pensarlo y de describirlo.
Esa es, exactamente, la sugerencia que propongo: abandonar la construcción y la descripción conocida de un mundo que presenta signos evidentes de derrumbe y agotamiento para promover otras maneras de pensarlo, representarlo y construirlo.
Otras maneras que, al desvelar el rostro de lo desconocido como culminación de un deseo de conocimiento, generan la alegria de lo inesperado frente a la tristeza de una práctica abandonada a la misma deriva catastrófica del mundo que pretende construir.
2.
Gilles Deleuze, en su abecedario, describe la alegria (2) como la realización de una competencia personal que se ejerce libremente contra toda restricción impuesta por la tristeza del poder; pero, la alegria de lo inesperado sólo se produce como resultado de la intensificación subjetiva generada por el deseo de un mundo y movida, a su vez, por la promesa de su actualización a través de un proceso creativo abierto e incierto que, al ejercerse a partir de las propias incertidumbres y lejos de las pautas conocidas de un método infalible y universal, produce resultados imprevisibles que, aunque fragmentarios, permiten reconstruir otras promesas habitables.
Efectivamente, tal como Deleuze afirma, en el mismo abecedario, el deseo (3) implica la construcción de un conjunto agregado, ya que nunca se desea algo o a alguien en concreto, sino que el deseo siempre se orienta a un todo, a un paisaje, a un mundo. Deleuze pone por ejemplo a Proust cuando al referirse al deseo por una mujer dice que no es tanto el deseo por ella en sí misma, como por el mundo asociado que la arropa y la envuelve.
En definitiva y al amparo de estas consideraciones, me atrevo a proclamar en voz alta que en lo más profundo del deseo fundacional del ejercicio de la arquitectura y, más allá de cualquier otro tipo de competencia técnica o habilidad proyectual, reside su competencia para iluminar, transferir y construir un mundo. Una competencia que, al erigirse en el núcleo generador de sentido, soporta el peso del proceso proyectual, le da aliento profético y lo orienta, poéticamente, hacia la alegria de lo inesperado.
Sin esta promesa de mundo asociada, la propuesta proyectual, al renunciar a la regeneración creativa de las permanentes y desconocidas mutaciones de la realidad, se desvanece en la tristeza anómica de la pura gestión profesional de lo establecido.
3.
Para comprender el alcance y la raiz de esta afirmación, basta atender a las sugerentes palabras de Françoise Choay que “ha formulado por primera vez, la hipótesis de una competencia de edificar: una competencia inscrita en nuestro patrimonio genético de igual manera que esta otra competencia propia del ser humano, la competencia de lenguaje; una competencia que, tanto en un caso como en el otro, es un poder virtual, genérico, idéntico en todos los humanos, pero una competencia que sólo se puede actualizar performativamente a través de las particularidades y las diferencias que han, poco a poco, enriquecido el proceso de antropización al multiplicar la diversidad de las culturas humanas”. (4)
Dos competencias humanas bàsicas: lenguaje y construccion, relato y ciudad, que dotan a nuestra especie, y por extensión a la Arquitectura, de la doble e indisociable capacidad de imaginar y fabular un mundo a través del lenguaje y, a su vez, de construirlo en la ciudad, ya que, efectivamente, habitamos en el lenguaje y en la ciudad, sabiendo que las ciudades sin palabras serian inhabitables y las palabras sin ciudades sólo serian un amargo lamento por su pérdida.
Consiguientemente, frente a este doble aspecto de la habitabilidad y frente a la evidencia de que “la ciudad, al olvidar su expresión más genuina que consiste en la creación permanente de relato diferencial y a pesar de la ganancia en códigos de circulación y de información, perdió la más humana de las capacidades que es la de “pensar en términos de historias”(5), parece adecuado concluir que, por muy sugerentes que sean todo tipo de atletismos tecnológicos y energéticos entre otros muchos empeños constructivos que ocupan el centro de nuestra práctica, todos ellos seran inútiles sino estan acompañados de la regeneración atenta y constante de la sostenibilidad poética y de la intensidad profética de los relatos que los alientan y orientan. Sin este aliento poético, individual y colectivo, nacido del deseo constructivo de un tipo de mundo asociado a nuestra práctica, estamos abocados, hoy más que nunca, a proyectar y a construir las ruinas inminentes de una civilización de la que el ángel de la historia, vuelto hacia atrás, mira, mientras se aleja, con desesperación y horror.
Porque, huérfanos del tiempo, estamos inmersos en un proceso de cambio, progresivamente acelerado e irreversible, del mundo conocido, donde el pasado sólo se percibe como pérdida y el futuro como amenaza y donde se observa, dolorosamente, como la creciente inadecuación de sus viejos relatos fundacionales difumina cualquier promesa de supervivencia creíble.
Ahora que ya sabíamos todas las respuestas, las preguntas han cambiado, por lo que, si responder es un acto de adaptación, y preguntar, un acto de rebeldía y de invención, nada parece más urgente que una práctica desesperada de permanente interrogación que, asociada al ejercicio proyectual, debe instituirse como la específica manera que tiene la Arquitectura de producir conocimiento sobre la naturaleza del propio mundo que colabora a iluminar y a construir, evitando la tentación improductiva, aunque muy rentable para el negocio y el espectáculo de la mansedumbre nostálgica, de acogerse a respuestas derivadas de falsos paraisos asociados a algún mundo pretérito.
4
Porque, por muy bellas y confortables que sean las incursiones neolíticas, ni la sombra ni la genealogia del árbol nos ofrecen el suficiente estímulo para cobijar e incubar las semillas del futuro.
Porque, por muy maravillosos que sean los logros de la máquina y de la fábrica, los niños de ahora ya casi no juegan con sus artefactos para imaginar un futuro.
Porque, por magníficas y sólidas que sean las fábulas y los espectáculos ofrecidos a la imaginación debidos al acuerdo milenario entre Platón y Kant, según el cual, el mundo hay que verlo como un todo y desde un único punto de vista, sus historias ya casi no forman la letra de ninguna canción de cuna que mitigue el llanto y ayude a crecer.
Porque, por bellos y estimulantes que sean los objetos y los relatos de la modernidad gloriosa y reciente, no dejan de ser las mejores experiencias del mundo de nuestros padres que, aunque reconocibles, no han perdido su validez, pero sí su nitidez.
Porque, los cascotes de aquella solidez histórica que empezó a resquebrajarse hace cincuenta años, hoy pavimentan caminos intransitables y aunque la solidaria ternura de las ruinas nos permite sobrevivir, temporalmente, sabemos que no alcanzará para frenar el deterioro de nuestra casa común, la ciudad planetaria.
Porque, aunque avanzamos a tientas y bajo el único amparo de una gran claridad de confusión no ignoramos que a grandes intervalos en la historia se transforma, al mismo tiempo que el modo de existencia, el modo de percepción de las sociedades humanas y que es, entonces, cuando la alegria de lo inesperado, como expresión de una creativa inquietud subjetiva, aparece como motor de cambio para repensar el mundo de otra manera. Es decir, ahora.
5
Ahora, y bajo el impulso de esta prospectiva melancolía que se extiende por doquier mediante una experiencia proliferante y colaborativa de deseos, sugiero trasladar esta intensidad subjetiva y prospectiva al propio mundo disciplinar para, individual y colectivamente, anticipar algunas fragmentarias respuestas a la pregunta que tan intensamente formula Toyo Ito: “¿Puedo yo, como arquitecto, dar una imagen visible a esta otra ciudad invisible?” (6)
Porque este es el verdadero nudo gordiano del problema: si aceptamos que la representación (necesariamente finita) de una complejidad (presumiblemente infinita) es uno de los frutos fundamentales del conocimiento, comprenderemos, fácilmente, que nuestra tarea consiste en la representación (necesariamente finita) de otra ciudad y de otro mundo (presumiblemente infinitos).
Se trata, pues, de reorientar significativamente nuestra complejidad disciplinar hacia aquellos aspectos más decisivos a la hora de ejercer crítica y utopía y que, por lo tanto, son más propensos a la creación de sentido que de músculo, de manera que, sin dejar de sentir el orgullo de ser albañil, sugiero, junto con Adolf Loos, mejorar urgentemente nuestro latín para conjugar adecuadamente los tiempos de la Ciudad-Babel contemporánea, en el convencimiento de que desde la Arquitectura, “una de las últimas actividades que derivan del pensamiento general”, (7) aún se puede disfrutar del privilegio de ejercer, creativamente, desde la doble habitabilidad del mundo: la del lenguaje y la de la ciudad; la del relato y la del proyecto.
5.
Para ello, dos son los campos prioritarios de exploración: uno, el del deseo, directamente ligado a la subjetividad del conocimiento estético y que enseña a pensar poéticamente; otro, el de la naturaleza del cambio, ligado a las condiciones objetivas de transformación de nuestro tiempo y que enseña a pensar históricamente. Del cruce de ambos puede surgir la fertilidad creativa que produce la alegria de lo inesperado.
Para la exploración del deseo subjetivo que alienta un mundo propio sugiero ir más allá del uso meramente descriptivo del lenguaje e investigar en una doble dirección: la primera, individual y pre-linguística, acústica y gestual, y ejercida, introspectivamente, desde los tatuajes pre-linguísticos que albergan la más profunda verdad del lenguaje; allí, donde lo individual al convivir con lo impersonal cobija el germen de la vida poética y de la específica genialidad de cada cual; la segunda, colectiva y post-linguística, ejercida, desde la nueva realidad emergente de la información a través de la retroalimentación derivada de la infinitud potencial de enlaces a nuestro alcance que, en una especie de ritual de autopoiesis comunicativa, provoca la formación de un lenguaje colectivo, no tradicional, mestizo y mutante.
Para la exploración de la naturaleza del cambio hay que centrarse en ver cómo se producen las diversas prácticas de intercambio y, a su vez, en cuáles son las promesas que los orientan.
Si fácil es entender la relevancia de los intercambios, un ejemplo puede servir para disipar cualquier duda sobre la importancia de las promesas: especialmente, si se consideran las que han sustentado los criterios de valor de la reciente modernidad y que se fundan, a mi juicio, en tres grandes relatos: la amnesia, como ruptura con el pasado y punto cero de la historia; la autonomía, como aislamiento del entorno y como afirmación de la ensimismada legalidad de la obra; la abstracción, como lenguaje específico de la ciudad industrial.
Todos ellos se legitimaron como reacción frente a un estado histórico anterior y nacieron como nuevas preguntas frente a respuestas obsoletas. Hoy, estos paradigmas ya no operan con la misma fuerza. La amnesia empieza a ser compensada por relatos y prácticas más cercanos a la memoria y a la continuidad con el pasado; la autonomía, por relatos y prácticas que reivindican la empatía contextual como fuente de sentido y de valor; y la abstracción heredada se ve enriquecida por nuevos perceptos derivados de otras narrativas que ofrecen mejores instrucciones de uso para habitar el cambio de nuestro mundo.
Un mundo que, quizás, aún nos necesita, pero...¿de qué mundo hablamos?.
NOTAS
(1) Agustín García Calvo. Al movimiento del 15-M. 01/06/2011. Plaza del Sol. Madrid
(2) Gilles Deleuze. Abecedario. Letra “J”
(3) Gilles Deleuze. Abecedario. Letra “D”
(4) Françoise Choay. Espacements. L’évolution de l’espace urbain en France. Pags. 10-11. 2003. Skyra editore. Milano
(5) Gregory Bateson. Espíritu y naturaleza. pag. 24. 2002. Amorrortu editores.
(6) Toyo Ito. Arquitectura de límites difusos. pags. 20-21. GGminima. Barcelona. 2006.
(7) José Luis Mateo. BIARCH Journal. #2. Fall 2011
Dr. Arquitecto
RGA ARQUITECTES.